Elvia Castro
Mi abuela siempre rehuía a las fotos.Yo heredé su fobia, en cambio mi madre no perdía oportunidad en desenfundar su cámara, una pequeña kodak que compró en el centro y que disparaba pequeños rayos de luz, que me obligaban en ocasiones a cerrar los ojos. Llenaba rollos y rollos con fotos de todo lo que amaba. Podía ser un paisaje, su último pastel o las personas que la rodeábamos. Casi siempre el blanco éramos mi abuela y yo. No recuerdo la ocasión de esta foto, no creo que haya sido nada especial a juzgar por mis ropas, pero sí recuerdo que Rosa, mi abuela, intentó peinar sus cabellos y se quitó su eterno mandil para que mi madre lograra una foto más o menos “bonita” de nosotras. En la foto no se escucha el castañear de su dentadura postiza, ni se siente el sudor que corría por su pequeña mano arrugada. A mí no me gustan las fotos porque no soporto la idea de que alguien extraño se detenga a mirarme. Mamá parecía no darse cuenta de nuestra incomodidad, o simplemente no le daba importancia, a saber. Irónicamente, me encanta esta foto porque en ella aparecemos mi abuela y yo. Las dos tenemos miedo; a lo extraño, a que algún mal pueda alcanzarnos. Quiero proteger a mi abuela y me sitúo un paso adelante, soy solo una niña de once años. Sostengo la mano sudorosa de Rosa, se siente como un pequeño pez fuera del agua. Hago frente a ese minúsculo aparato negro que nos amenaza, levanto mi rostro y trato de verme imponente. Envuelvo la mano de mi abuela. Nunca me sentí más valiente, hoy quisiera volver, siempre pienso en volver. En tener once años de nuevo y quedarme ahí para siempre, sosteniendo la mano pez de mi abuela. Volver a los brazos de mi madre, no importa que siempre haya una cámara disparando sus molestos rayos.
Elvia Castro (Guaymas, 1978): Lic. en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora. Forma parte de la Red de Fomento a la Lectura de la Biblioteca Fernando Pesqueira. Le interesa la reescritura de los mitos grecolatinos.
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