No hacía nada los domingos hasta que empecé a jugar ajedrez con un viejo drogado del mercado. Antes de irme a vivir a Uruguay yo era un monumento a la flojera la mañana después del sábado, si traía pantalones puestos era porque había dormido vestido. Sólo comía, bebía, fumaba un porro, regresaba a la cama. Bueno, eso hacía hasta que llegué casi como náufrago a ese pequeño y peculiar país sudamericano.
Arturo, el amigo con el que fui a ese viaje de medio año me convenció de visitar la feria—así llaman los uruguayos a un tianguis— de la calle Tristán Narvaja. Nunca me habían emocionado mucho los mercados callejeros, pero estaba tan triste que me habría cortado las muñecas de haberme quedado solo en nuestro departamento. Quería regresar al ajedrez en línea, iba de mala gana hasta que me llegó el tufo de mota y el aroma de las arepas que vendían los inmigrantes centroamericanos.
El gobierno uruguayo legalizó la mariguana en el 2013 y se nota cuando caminas por la calle. Hay partes de la feria que siempre tienen una nube espesa arriba, incluso cuando el cielo está despejado. Era un mercado en el que la gente iba a pasarla bien, fumaban, bebían mate y su desayuno era una cerveza clara. Un pedacito de cielo, si me lo preguntan a mí.
Alguien más cursi diría lo hermoso que era ver a gente de todas clases sociales convivir en un espacio público, pero en un país con tan poca gente—tres millones de personas y 11 millones de vacas— sería muy estúpido, además de solitario, separarse según los salarios. No es que todos fueran amigos, más bien nadie era demasiado cool como para no compartir el mate o fumar sin compañía.
El primer domingo que fui solo a la feria fue porque Arturo tenía que recuperarse de una borrachera de la noche anterior. Yo seguía triste, podía salir a distraerme o rebanarme el cuello. Caminé, desayuné una cerveza, me paseé un poco más, mis ánimos no estaban por los cielos. Doblé la esquina donde se vendían antigüedades, vi a un viejo frente a una mesita con un tablero de ajedrez. Le pregunté si podía jugar con él, respondió afirmativo con la cabeza. Me tocaron las piezas blancas, tomó el faso—porro en uruguayo— que tenía sobre su oreja y lo prendió.
Moví d4.
El anciano aparentaba unos setenta años y tres semanas de no bañarse. No decía nada, yo tampoco quería hablar, me pareció un tipo muy agradable. Me ganó sin que le costara trabajo, sólo hacía pausas para que fumáramos un poco de su porro. “Deberías abrir con e4, porque d4 es muy predecible”, dijo y me pasó la colilla aún prendida. Aspiré la última parte del faso, le agradecí por el juego, compré una arepa venezolana y me fui a mi departamento. Eran las dos de la tarde, Arturo apenas despertaba.
En la semana investigué por qué dijo que e4 era superior a sus ojos. Resulta que d4 sí es predecible, muchas de las aperturas con ese peón se parecen, casi son rutinarias; e4 está lleno de trampas, variaciones, sorpresas, crees tener un plan, luego mueve la otra persona. Hasta la fecha no sé si me dio un consejo de ajedrez o una lección de vida.
Al fin de esa semana regresé a en busca del vejete, estaba listo para arrollarlo con el ataque de blancas que estudié varios días. Me tocaron las negras. Cuando terminó el juego no quería revivir esa paliza de regreso a casa, me fui por la calle de las librerías. Los uruguayos son buenos lectores, se nota es sus catálogos de pasta dura y blanda. En los estantes no hay nada de superación personal ni manuales de cómo volverse millonario.
Igual que en la feria, todo tipo de ideas conviven en un solo lugar. Alguien más diría que los volúmenes no están ordenados, a mí me gusta pensar —aquí admito que soy cursi— que es para que los clientes no sepan a qué autores se pueden topar. Woody Allen puede compartir una repisa con Lucía Berlín sin que ella le escupa. En un país tan pequeño ni los libros se pueden dar el lujo de evitarse, incluso cuando ven el mundo de formas tan distintas.
Cada domingo en la Feria de Tristán Narvaja fue distinto, no por diseño mío. Unos fueron fantásticos, como en el que un brasileño cuyo nombre ya no recuerdo me enseñó a usar un faso para efectos dramáticos: “le das unas fumadas y te lo quedas, como si eso te diera el poder de la palabra”, me explicó con su micrófono humeante en la mano. Otros fueron tristes, nadas más desayunaba mi cerveza y pensaba en lo mucho que extrañaba a mi gente de México.
La única constante de los fines de semana que pasé por ese extraño y maravilloso mercado fue el ruco mariguano con el que jugué ajedrez. Al igual que la feria, siempre encontraba una forma de sorprenderme con un movimiento que no veía venir o con una recomendación que parecía más sabiduría milenaria que charla de aperturas. Cuando me fui de México abría con d4, desde que regresé de Uruguay comienzo con e4.
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