Alguna vez una novia que tuve quiso que viéramos juntos la película de Los Miserables, acepté convencido, porque cuando uno está enamorado el mundo adquiere otro matiz. No hay en el oscuridad, maldad o aburrimiento. A menos claro que veas al gran Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del Norte, general de las legiones Fenix, fiel servidor del verdadero emperador, Marco Aurelio; padre de un hijo asesinado y esposo de una mujer asesinada vestido de soldado napoleónico batirse en un duelo de vocalización contra un Wolverine rasurado y sin garras. Debió haberme advertido que se trataba de un musical. No recuerdo si terminé de verla o me dormí a los 20 minutos.
El caso es que muchos años antes yo ya había tenido mi encuentro particular con Los Miserables (un clásico de esos que ya nadie lee) fue durante mi último año de secundaria, para ganarnos unos puntos extras y exentar exámenes, debíamos leernos el mentado librajo y realizar un ensayo al respecto.
Nunca lo hice, la versión original del libro consta de más de 1000 páginas, además de que tiene la etiqueta de ¨clásico¨ lo cual le agrega valor. Yo no estaba en condiciones de pagar por él, así que me conseguí una versión resumida (algo así como 150 páginas) que abandoné rápidamente.
Según recuerdo es la historia de un tipo que meten a la cárcel por robarse pan para alimentar a sus hijos o sobrinos que mueren de hambre y ese hecho desata situaciones cada vez más deprimentes. A lo largo de los capítulos se van presentando personajes resentidos, deshonestos, malvados; pobres todos, víctimas de un destino que los enlaza y los vuelve: Miserables.
Nunca me gustó la historia porque no necesitaba leerla para saber que trataba de mí, de mi familia, de la gente que me rodeaba, de las situaciones a la que nos enfrentábamos. Aquella historia ficticia era mi realidad. Vivía en una casa de cartón, mal comía, vestía con harapos o ropa regalada; a mi alrededor había violencia, drogadicción, alcoholismo, familias rotas. También llevo por nombre Juan (versión latinizada del Jean francés) mi padre también se llamaba Juan y fue ladrón (entre muchas otras cosas) de los que roban poquiterías tan solo para seguir subsistiendo.
Tengo un recuerdo que ilustra esto de manera perfecta: soy un preadolescente de unos 12 años de edad y estoy en un puesto jugando maquinitas y mientras peleo contra Rugal, veo a mi papá pasar corriendo como velocista jamaicano y tras él tres policías gritándole que se detenga.
Después del shock inicial seguí apretando botones hasta salir victorioso de la partida. Demoré unos minutos para ir a casa y averiguar que había sucedido. Al llegar encontré a mi madre con uno de sus constantes episodios de histeria; berreando, privada de la razón tirada en el piso de tierra. —Otra vez me dije— y me fui a ver que encontraba por ahí.
Resulta que mi padre había entrado a un patio a robar gallinas o botellas o macetas (en realidad no importa que) el hecho es que aquello no hubiera resuelto en ningún grado su situación (ni la nuestra) de miseria, y al verse descubierto no se le ocurrió una mejor idea que correr a su casa y es por eso que lo vi, desde una posición casi privilegiada, romper el récord de los 100 metros planos.
Es también la vez que más orgullo he sentido por su persona. Por esas fracciones de segundo fue para mí un héroe griego ganando su lugar en el Olimpo. Aun hoy cierro los ojos y puedo verlo: la frente despejada, su cabello largo (rematado por una sucia coleta) ondeando tras de sí, sus brazos en un vaivén finamente sincronizado con su gran zancada. El viento no se le resistía, escapaba de su sombra, el tiempo era suyo… Pero no las gallinas que había robado y por eso lo detuvieron.
Así que sabiendo eso resulta comprensible que me importara un carajo la vida y desventuras de Jean, Cosette, Marius o cualquier otro franchute que se le haya ocurrido a Víctor Hugo. No necesitaba leerlo para deprimirme. Ya vivía yo deprimido, triste, necesitado. Ya era yo: un paria, un desarrapado, es decir, un Miserable, uno más.
Uno del que nadie nunca iba a escribir su historia, uno del que nadie nunca haría una película sobre su vida. Solo un Miserable más, que para colmo de males nunca aprendió a cantar.
Saúl Núñez: escribidor, desde algún lugar de Cd Juárez.
Más del autor en su página: El Milagro de la sed
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